domingo, 8 de abril de 2018

Carlitos

Hace muchos años que me dedico a lo mismo. Se podría decir que estoy en el rubro de la limpieza. Me contratan para eso y justamente había recibido un mail. Donde me ofrecían un contrato con una interesante suma de dinero. Y lo acepté.


Conocía a la persona, Carlos Peretti. Fuimos compañeros en la secundaria. Era insufrible. Todos los llamábamos Carlitos, el pesado. Las vueltas de la vida nos reencontraban. Claro que las cosas eran un poco diferentes ahora.

Me ofrecían un millón de pesos, suma nada despreciable, para que lo eliminara. Debo confesarles que me dedico a asesinar a personas indeseables. Pero tengo mis principios. No mato a niños, ni mujeres, ni maridos infieles y tampoco mato por venganza.

La gente que asesino era una mierda de persona en vida. Por eso muchos me conocen por mi apodo: El Limpiador. Este trabajo, de alguna manera debo llamarlo, me ha permitido ciertos lujos. Como viajes al exterior o tener un impecable Torino TSX del año 1976. Auto que admiraba de adolescente cuando cursaba la secundaria con Carlitos, el pesado.

Ubicarlo fue sencillo y además fácil de acercarme a él. Además matarlo será un placer. Hasta podría asesinarlo gratis. Me jodió la existencia durante cinco años de mi vida. Está demás decirles que la gente que me contrata no conoce esta situación. Sino me ofrecería menos dinero.

Al parecer Carlitos ha estado estafando y perjudicando a muchos por largo tiempo. Tanto que varios empresarios hicieron una vaquita para pagar mis servicios.  Pusieron ellos esa suma de dinero para que no rechazara el trabajo.
Acepté asesinar a Carlitos por esa suma sin agregarle los gastos. Mi modo de  trabajo es una suma de dinero más gastos de traslados, hospedaje y comida.

Seguí por un tiempo a Carlitos para conocer a fondo su rutina. Descubrí que iba a un bar medio escondido en un barrio cercano a mi casa. No puedo ser más preciso por obvias razones…

El plan era contactarlo en forma casual en el bar. Como quien no quiere la cosa. Sería fácil porque se sentaba en una mesa al lado de la ventana. Además el TSX haría el resto. De chico era un apasionado por los autos, como yo. Teníamos un punto en común.

Estacioné el Torino cerca de la ventana del bar y tranquilamente entré. “Mozo, un café”, dije fuerte para que mi víctima me oyera. Resultó porque dejó de leer el Clarín y me miró. Dudó un rato, pero mordió el anzuelo y se levantó en dirección a mi mesa.

“Disculpá, vos no fuiste al Sarmiento”, me preguntó para tantearme. Lo miré unos segundos y le solté: “vos sos Carlitos”. Listo ya había caído en la trampa. El cebo era real, el encuentro casual no.

Nos dimos un abrazo mientras pensaba que el domingo lo asesinaría. Ese día era un miércoles. “Vení a mi mesa, yo invito”, dijo al tiempo que me levantaba para acompañarlo. Nos pusimos a charlar de viejas épocas y anécdotas de la secundaria. Cada vez tenía más ganas de matarlo. En medio de la charla le solté que mi Torino estaba estacionado en la calle. Se asomó y comprobó que estaba impecable.

“Seguís siendo fana del Torino”, me dijo Carlitos. Asentí con la cabeza entonces me dijo: “yo tengo un Sprint naranja”. Me lo imaginaba con lo fanático que era del Falcon cuando estábamos en la secundaria. Otro motivo más para asesinarlo con gusto…

Ser asesino pago, sicario que le dicen, tiene toda una planificación para eliminar a la víctima. Pero suelo improvisar y muchas veces es mejor que una planificación anticipada que no sale como pensaba. En ese momento cuando me dijo que tenía un Sprint un clic hizo dentro de mi cabeza.

“¿Qué tenés que hacer el domingo por la tarde?”, le solté. Me dijo que al mediodía era religioso ir a comer a la casa de su madre. Seguía cocinando unos ravioles increíbles. Alguna vez los había probado. Le dije que por la tarde lo podía pasar a buscar en mi Torino, para que supiera lo que era andar en un auto de verdad.

La provocación funcionó y me dijo que lo pasara a buscar por la casa de su madre, seguía viviendo en el mismo lugar que conocía de la secundaria. En esa casa se había criado Carlitos y los domingos iba a comer la pasta de la madre. Ahí iba a estar él con su Sprint. Eso era un auto en serio y no mi Torino TSX.

Seguía sumando puntos para ganarse la muerte. Cada vez me gustaba más la idea de matarlo y encima cobrar un millón de pesos por hacerlo. En ese preciso instante comencé a pensar en qué gastaría ese dinero, o al menos en qué lo invertiría. Lo descubriría antes de la tarde del domingo del asesinato.

Quedamos en llamarnos por teléfono para arreglar la hora que lo pasaría a buscar por la casa de su madre. Esto iba a ser mucho más fácil de lo que pensaba. También más rápido. Tenía algunas ideas en qué gastar el dinero, hasta que vi el anuncio de un Torino 380 W en impecable estado de conservación.

El precio era alto, casi 600.000 pesos, pero no me importaba mucho Carlos Peretti lo pagaría con su vida. Así es este trabajo que me tocó en suerte. Lo siguiente era planificar que haría después de matar a Carlitos. Iría a pie hasta la casa de su madre para que él me llevara de paseo en su Sprint.

Tendría que taparme la nariz y subir a su Falcon, pero todo sea por el millón de pesos. A eso de las tres de la tarde me estaba bajando de un taxi en una dirección falsa a tres cuadras. Una manera de no dejar cabos sueltos. Llegaría caminando tranquilamente.

Al dar vuelta la esquina estaba el Sprint naranja estacionado frente a la puerta de la casa de su madre. Cosas de algunos barrios de la ciudad que todavía tiene pocos autos en sus calles. Aunque lentamente esto va cambiando. La verdad que el Falcon Sprint estaba impecable. Por un momento tuve la idea de rayarlo, pero soy un profesional.

Toqué timbre justo cuando mi reloj señalaba que eran las tres de la tarde en punto. “Ya voy”, se escuchó decir a la madre de Carlitos. Pero el que vino a abrirme era él. “¿Querés saludar a mi vieja, se acuerda de vos?”, me lanzó al abrirme la puerta. Para mis adentros pensé por qué no.

Algunas horas más tarde iba a tener que llorar la muerte de su hijo. Son las cosas horribles de este trabajo. Pero comprenderán que hace décadas que hago esto y ya estoy algo curtido. También un poco cínico para decir la verdad. Pero todo sea por el dinero que me pagarán y por el auto que me compraré.

Saludé a su madre, Doña Clara, estaba más vieja pero no había cambiado mucho. Siempre me pregunté a quién había salido Carlitos, porque ella era encantadora. Eso hizo algo que dentro mío se estrujara un poco. Le iba a asesinar a su hijo. Pero ya les dije que soy un profesional, si me aguanté de no rayarle, de punta a punta, el Sprint, bien puedo fingir un poco.

Como era de esperar aparecieron las chicanas de Carlitos: “¿qué pasó no quisiste traer tu Torino para no pasar vergüenza?”, me dijo ni bien se percató que había ido a pie. “Lo que pasa que mi Toro no se mezcla con tortas de cumpleaños que andan por ahí”, dije como si estuviera ofendido.

Todo seguía de maravillas porque Carlitos se rió mucho de lo que le dije. No sospechaba nada, de nada. Así seguiría por toda la tarde hasta el desenlace fatal. Pero eso sería algunas horas más adelante, cerca de la nochecita de ese domingo espectacular. La verdad que no era un día para morir, ni una nube en el cielo en ese otoño en la ciudad.

Paseamos por distintos lugares de la ciudad y Carlitos presumiendo de su Sprint. Haciendo picadas con otros autos clásicos en los semáforos. Yo pensaba que lo único que nos falta que terminemos en cana por este boludo corriendo por esa avenida. Hasta que lo convencí que tendría problemas con la cana.

Entendió y le bajó la velocidad del auto. Como quien no quiere la cosa le mencioné si se acordaba del lugar que solíamos ratearnos. La cara se le iluminó y se acordó de ese lugar a orillas del río. “¡Pero estará todo edificado!”, casi gritó. Sabía que no era así. Me había acordado del lugar cuando estaba en el bar con él.

Al otro día me fui a ese lugar secreto que teníamos para ratearnos y descubrí que seguía igual de apartado. O peor. Porque ahora era una especie de zona marginal, mal iluminada y fuera del circuito de paseo de la orilla del río. El lugar perfecto para suicidarse…

Enfiló el Sprint a ese lugar. Llegamos y Carlitos descubrió, para su asombro, que ese paraje ribereño seguía casi igual cuando éramos un par de estudiantes de secundaria. Lo que no sabía que sería el último lugar que vería con vida. El destino tiene esos raros caminos. En especial cuando hay alguien al lado tuyo que te empujará a la banquina.

 Estuvimos charlando un rato a la orilla del río. Recordando viejos tiempos, mientras esperaba que el sol comenzara a ocultarse. Nadie se había aparecido por el lugar. Antes que terminara de oscurecer tenía que estar terminado el trabajo.

Le sugerí que volviéramos al Sprint. Así lo hicimos. Mientras seguía embelesado por el lugar, lo sorprendí con un pinchazo en el cuello. “¿Qué me hiciste”?, me miró intrigado. Le dije que le había aplicado una pequeña dosis de una droga que lo inmovilizaría por un tiempo. Luego de pasado el efecto, más o menos, una hora no habría rastros en su cuerpo.

Seguía sin entender y ya no se podía mover. Le conté cuál era mi trabajo y que me habían contratado para matarlo. Cosa que haría con gusto después de las amarguras que había hecho pasar en la secundaria. También por ser fanático de Ford. Todo sumaba puntos que hacían que matarlo fuera un placer.

Ya no podía hablarme, solo escuchaba mi monólogo. Le dije que con la plata del trabajo me compraría un Torino 380 W del año 1966. Una joya de primera mano que había estado guardado por décadas. El kilometraje no llegaba a los 70.000 kilómetros. Le dije que sería una pena que no lo pudiera llegar a ver.

Pero lo sorprendí cuando le mencioné que lo llamaría Carlitos en honor a él. Una lágrima le rodó por la mejilla y en ese preciso instante le disparé en la sien derecha con su revólver calibre 38. El arma estaba en la guantera del Sprint. La descubrí cuando en la noche del jueves le abrí el auto buscando algo con qué matarlo.

Si quería que pareciera un suicidio el arma tenía que ser de él. De casualidad la encontré en la guantera. Es claro que sabía que había gente que estaba buscándolo para matarlo. Sino que hacía esa arma en su Sprint. Revólver legal sin tener la numeración limada, pero eso iba a ser trabajo para la policía.

Su cabeza quedo recostada sobre el vidrio de la ventanilla. El disparo quedó amortiguado dentro del habitáculo. Tuve la precaución de usar protectores auditivos, sino me hubiera quedado sordo por un largo tiempo. Ahora a esperar que pasara una hora y la noche terminara de hacerse presente en ese paraje junto al río.

Limpié todas las huellas en el Sprint y me guardé los guantes de látex que usé con el revólver. Que dejé en manos del difunto Carlitos. Menos mal que recordaba que era diestro y no zurdo como yo. Así quedó con la cabeza tumbada y el revólver en su mano derecha.

El Sprint mirando al río solo con su conductor muerto. Esa fue la última imagen de ese paraje. No volvería al lugar. Eso lo tenía muy claro. Mañana sería un hervidero de policías tratando de descubrir qué había pasado. Pero lo sabía porque lo vería en las noticias de la mañana del lunes. Siempre dicen que es fácil pronosticar con el diario del día lunes.

A la mañana siguiente mientras desayunaba, como siempre, en el Bar La Amistad, el gallego Manolo subió el volumen del televisor. Siempre sintonizado en TN. En el videograph se leía: “Hallan empresario muerto en su auto clásico. Se presume suicidio”. El trabajo había salido limpio.

Tanto que el celular me avisó que me había llegado un mail. Era de los empresarios que me habían contratado. El millón de pesos estaba repartido en las diez cuentas que tengo en distintos bancos del país y el exterior. Siempre hay que ser cuidado con los cobros, la AFIP está al acecho. Mañana voy a comprar a Carlitos, mi próximo Torino 380 W. Será un placer manejarlo.

Mauricio Uldane

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