domingo, 24 de enero de 2016

Dos mujeres y un auto

Mi almuerzo estaba por finalizar. La verdad estaba por empezar a pelar una manzana, que sería mi postre. Cuando por la radio escucho que una novelista de policiales negros había escrito una novela sobre el amor de dos mujeres. Claro que escribió la novela con un seudónimo no eran tiempos de hablar de amores lésbicos. ¿Lo es ahora? No lo sé. Pero lo que sí se que antes que terminara mi almuerzo una historia estaba dando vueltas en mi cabeza.



Y cuando pasa eso tengo que escribir, esa historia, porque sino seguirá rebotando dentro de mi cráneo. Como una obsesión por darle forma a ese relato y contándolo desde distintas variantes. La compulsión por escribirlo no se hace esperar y los dedos vuelan sobre el teclado de la computadora.

Imaginé que esas dos mujeres, que hablaba el libro, se encontrarían en una estación de servicio. Una de ellas estaría al mando de un Pontiac rojo convertible del año 1966. Y que llegaba justo a una estación de servicio donde la atendía una playera. Como pasa en buena parte del conurbano bonaerense.

Pero en mi mente la playera no estaba enfundada en una calza que le dibujaba sus redondeces y hendiduras. No nada de esa provocación gratuita. Sino que tendría un uniforme cómodo y de acuerdo a su trabajo de despachar combustibles líquidos.

La conductora se que llamaba Elsa y la playera Andrea. Lo sé, porque lo imaginé. Así de sencillo. Elsa le dice a Andrea que le llene el tanque, sin intenciones secundarias. Andrea le elogia el inmenso Pontiac rojo. Elsa agradece y se sonríe. En ese preciso momento una corriente eléctrica las atraviesa. Se les nota en las miradas. En lo encendido de sus ojos y los párpados que los acompañan.

Algo acaba de nacer algo y ni ellas lo saben. Elsa paga y se va. Pero volverá dos o tres veces por semana a la misma estación de servicio y buscará que la atienda Andrea. Incluso la esperará a que la atienda. Andrea lo sabe. Sabe que Elsa viene por ella y eso le da cierto halago. Aunque sea una mujer algo más madura que ella. Pero no importa. Algo crece entre ellas y ambas lo saben. Lo están dejando que crezca sano y fuerte.

Un día Elsa la invita a Andrea a tomar un café a la salida de su trabajo. La pasará a buscar en el imponente Pontiac rojo ante la mirada atónita de sus compañeros de trabajo. A Andrea poco le importa. Hace tiempo que le importa muy poco lo que piensen de ellas y sus sentimientos. Simplemente los deja fluir. Como un sentimiento incontenible y sin deseos de contener.

Así saludando a sus compañeros que la observan sube al auto de Elsa. Ambas mujeres saludan con las manos y la bocina del Pontiac rojo. Se van y no será la primera vez. Elsa y Andrea comenzaron a salir, o a noviar como decía mi abuelita. Aunque mi abuelita usaba otro término: “arrastrar el ala”. Lo que pasa que ella se había criado en el campo y conservaba esos dichos de su infancia.

La relación iba en serio. Aunque como siempre hay un pero. El pero era Alberto, el esposo de Elsa. Andrea no tenía compromiso alguno y era libre como un pájaro. ¿Los pájaros son verdaderamente libres o solo lo son para los poetas? Viéndolos a diario, en mi casa, creo que son tan esclavos de la vida como cualquiera de nosotros. En lo único que nos aventajan es que pueden volar. Claro que para ir a buscar el alimento diario para ellos o sus crías. O migrar a tierras más cálidas.

Andrea pese a todo era libre. Libre de amar a quien quisiera y de ir donde más le gustara. Si bien estaba en una estación de servicio despachando combustible tenía un título universitario en Letras. ¿Qué hacía ahí? Creo que la esperaba a Elsa, que estaba un poco perdida en su vida. Vida tradicional con un marido con un excelente empleo en una multinacional y ahora funcionario público. Alberto no podía pedirle más a la vida, tenía la vaca atada, como diría mi abuelita.

Elsa en cambio lo tenía todo y no tenía nada. Tenía un imponente Pontiac rojo del año 1966 que Alberto había importado desde Estados Unidos para satisfacer el capricho de Elsa. Y le había salido muy caro el capricho de su amada esposa. Pero por ella todo. Aunque Elsa nunca le había dado un hijo. Para eso tenían a Freddy un gran danés. Como se ve en la pareja todo era a lo grande. Pero Freddy era el mimado de Alberto. A Elsa le gustaban los gatos.

La relación entre Elsa y Andrea avanzaba. Del primer cafecito a la salida del trabajo. Pasaron a ir a un autocine. Ahora que algunos están de moda en un enero caliente en la ciudad. Vieron películas y algo más. Como sucede en los autocine en la noche y en verano. Más tarde cenaron juntas y más de una vez. Siempre, pero siempre el Pontiac rojo estaba presente.

Ya sea estacionado enfrente del restaurante o con ellas en el autocine. Hasta estuvo cerca cuando Elsa fue a cenar a casa de Andrea. Y no fue comida de reparto a domicilio. Nada de eso. Fue comida casera preparada por las manos de Andrea. Esas manos que le despachaban nafta, dos o tres veces por semana, en el Pontiac rojo de Elsa.

Andrea le leyó poemas de su autoría que nunca se habían publicado. Elsa se comprometió a ayudarla en la impresión de su primer libro de poemas. Lo hizo, claro que el que lo pagó fue Alberto. A esta altura Alberto no quería ver el hipopótamo que se bañaba en su pileta de atrás. Simplemente hacía la vista gorda. Pero como un globo todo explotó un día.

Ese día fue cuando un domingo, Elsa y Andrea, se fueron de paseo al río. Lejos de la ciudad y su bullicio. Alberto sabía que Elsa se iba con Andrea. Pero seguía mintiéndose que solo eran amigas. Como dicen la vedetongas en la tele, en esos miserables programas de chimentos en la tarde calurosa de verano.

El día fue espectacular y las dos mujeres sellaron su amor para siempre. Ya nadie, ni nada, las podría separar. Menos un marido que no atinaba ver más allá de sus narices y negocios. El amor entre Elsa y Andrea tuvo un único testigo, el Pontiac rojo. Rojo como la pasión que desataron sobre sus cuerpos las dos mujeres. Todo estaba dicho y se pasó a la acción. El regreso a casa fue victorioso para esas dos enamoradas.

Luego de dejar en su casa a Andrea y luego de innumerables besos, Elsa, volvió al hogar junto a su marido. Le contó todo. Alberto no salía de su asombro y no podía entender porque Elsa le hacía eso. “¿Qué te hago qué?, le dijo Elsa. Ahí se dio cuenta que a su marido poco le importaban sus sentimientos sino las apariencias de empresario exitoso y funcionario público encumbrado.

Elsa le pidió el divorcio. Alberto se lo negó. A Elsa poco le importó y le dijo que tarde o temprano se iría para siempre de al lado de él. Claro que llevándose el Pontiac rojo, que además estaba a su nombre. Alberto lo había hecho así en parte como regalo, pero la verdad que lo hizo para evadir impuestos. ¿Le suena conocido?

Elsa le contó lo sucedido con Alberto a Andrea. Entre ambas armaron un plan para irse juntas sin importarles nada de nada. Hubo una película de los años noventa con una historia parecida y no termina nada bien. Muchas veces las sociedades no logran entender al amor verdadero entre dos personas sin importar clases sociales, colores de pieles y sexo. Esta historia no escapaba a eso. El mal final se veía venir. Más con un marido poderoso.

Un día Elsa preparó la valija, una sola, con pocas cosas adentro para iniciar una nueva vida con Andrea. Por su parte Andrea había renunciado a su trabajo de playera. Con sus pocos ahorros tenía para arrancar de nuevo en otra parte. Le jugaba a favor su título en Letras y en que era unos quince años más joven que Elsa. Pero Elsa tenía un dinero guardado que su marido desconocía.
Siempre una mujer es hábil para lograrse un dinero extra sin por eso faltar a la moral y las buenas costumbres, como diría una tía vieja.

Luego que su marido se fuera al trabajo Elsa se subió al Pontiac y se encaminó a la casa de Andrea. La levantó y ambas empezaron su viaje juntas en una nueva vida. Hasta ahí el fin feliz. Pero la vida no siempre es como nos las cuentan en las películas, ni en mi imaginación tampoco.

El Pontiac estaba siendo rastreado a distancia. En realidad era el rastreo satelital para evitar el robo del auto. Pero Alberto lo había activado para saber dónde estaba su mujer luego que le contara de su relación con Andrea. Se obsesionó con esa relación entre ambas mujeres y quería que terminara. Sin importar si ese final implicaba que su mujer muriera. A ese grado de locura había llegado. No podía entender porque su mujer se había enamorado de una playera de una estación de servicio de mala muerte.

Quería venganza, o revancha. Ninguna de las dos es buena consejera. En nombre de ellas se hacen las peores atrocidades del mundo. Pero en parte el mundo es así porque somos los seres humanos los que lo habitamos. Esos animales incorregibles llamados personas.

Las dos mujeres salieron a la ruta con un destino incierto. Sabían que querían estar juntas para siempre pero no les importaba el destino final. Alberto si quería un destino final para ellas. En el peor de los sentidos. Por eso había contratado a personas, por llamarlas de alguna forma, para que Elsa y Andrea “tuvieran un accidente” en la ruta.

Gracias al rastreo satelital los seguidores, y asesinos a sueldo, sabían dónde estaba exactamente el Pontiac rojo con las dos mujeres que debían eliminar. Todo era cuestión de tiempo y encontrar el lugar adecuado. Una curva, un recodo del camino, a solas, sería perfecto para que la Ford Ranger hiciera el resto y el Pontiac rojo “tuviera un accidente”.

Todo llega y todo pasa. Y así sucedió. Al llegar a un tramo desierto de la ruta la Ranger se lanzó a sacar del camino al Pontiac con las dos mujeres fugadas de su miserable vida anterior. Pero, Elsa los madrugó por el espejo retrovisor, como si los estuviera esperando. “Agarrate que comienza la diversión”, le dijo a Andrea que la miró con cara de asombro.

Elsa pisó a fondo el acelerador el Pontiac salió disparado cual rayo en una tormenta. Creo que los asesinos de la Ranger no se la esperaban. El Pontiac les sacó mucha ventaja. Ahora volver a acercase nos le iba a ser fácil. Además las mujeres estaban sobre aviso.

“¿Qué pasa?”, preguntó Andrea. “Seguro que Alberto contrató matones para liquidarnos”, dijo serenamente Elsa. Andrea no podía salir de su asombro. Elsa le dijo que no era la primera vez que hacía algo parecido con un competidor molesto. Simplemente lo sacaba del camino. “Pero a nosotras no nos sacará del camino. Y si lo hace le resultará muy caro”, dijo enfáticamente Elsa a Andrea.

Lo que Andrea no sabía de Elsa era que había sido piloto de competición cuando era muy joven. Ni siquiera lo sabía Alberto. La pasión por los autos americanos le venía de muy joven cuando le robaba el auto a su padre para ir a correr picadas. Y siempre, pero siempre ganaba. Ese pasado se lo había mantenido oculto a su marido. No sabía bien porqué lo había hecho. Ahora ella misma entendía que sería la diferencia entre estar viva o muerta.

La carrera del Pontiac duró muchos kilómetros y los asesinos de la Ranger no podían acercarse. Lo veían al Pontiac, pero a varios metros por delante. Alberto no sabía otra cosa del Pontiac. Elsa lo había preparado para correr en picadas y cada tanto le asaltaba la idea de correrlo. Pero nunca se había animado a realizarlo. Ahora ese anhelo se estaba concretando para salvarle la vida a las dos.

En eso el Pontiac comienza a perder velocidad. “¿Qué haces, por qué frenas?, le dijo Andrea a Elsa. “Por que vamos a estar todo el día de esta forma. Nunca nos van a alcanzar. ¿Tenes tu celular?”, dijo Elsa. Andrea le respondió que sí. Era de esos smart phone que hacen de todo, hasta pienso que te pueden planchar la ropa.

“Cuando te diga, comenza a grabar”, le dijo la conductora del Pontiac. Aminoró aún más la marcha para que la Ranger se acercara como las moscas a la miel. Derecho como un tren venía la Ranger. “¡Ahora! Comenza a grabar y no te detengas”, gritó Elsa. La Ranger venía directo al topetazo y Elsa pegó una acelerada para evitarlo. Repitió la maniobra como cinco veces.

“Ahora preparate para grabarlos de costado”, dijo Elsa. Y acto seguido cambió a la mano contraria de la ruta. Era una larga recta y nadie venía de frente. Bajó tanto la velocidad que la Ranger se quedó al lado. Justo para que Andrea filmara las caras de los dos asesinos de la Ranger. Uno atinó a sacar una pistola de sus ropas. Pero Elsa era más rápida y el Pontiac ya no estaba al lado sino cincuenta metros más adelante.

“¿Le grabaste las caras a esos hijos de puta?”, le grito Elsa a Andrea. “¡Si!”, respondió en una exclamación Andrea. Eso era lo que quería Elsa. Le dijo que los siguiera filmando mientras los perseguían. También le dijo que se preparara porque iban a salirse de la ruta para perderlos. Cómo se preguntaba Andrea porque no había nadie a la vista, ni camino transversal.

Lo que Andrea no sabía era que la ruta se convertía en autovía dentro de dos kilómetros más adelante. Esa sería la escapatoria. Cómo se preguntarán. No se adelanten a los hechos y piensen que todo esto está pasando por mi imaginación después de saborear una rica manzana como postre. En la radio ya no hablan de la escritora de policiales y su novela de amor entre dos mujeres. Pero yo ya tengo la película en la cabeza y el celuloide corre. Cierto, ahora no hay más celuloide. Me estoy poniendo viejo.

Elsa conocía la ruta y su posterior cambio a autovía. También sabía que un empalme con la ruta troncal traía muchos camiones a la autovía. Esa sería el escape perfecto. Un camión de pantalla. Y así fue. Mientras tanto a lo lejos la Ranger seguía en el espejo retrovisor. De pronto la autovía y un poco más adelante un camión brasileño que parecía no tener final.

“Este camión es nuestro escape”, le dijo Elsa a Andrea. Se adelantó al camión pero sin cambiar de carril para que los asesinos de la Ranger las vieran. Puso la luz de giro indicando que cambiaba de carril, al mismo del camión. Si mordían el azuelo la cosa sería muy sencilla, sino habría que trabar un poco más.

Elsa se puso delante del camión brasileño y bajó la velocidad a la misma del camión lentamente fue desacelerando la marcha hasta acercarse a la trompa del camión. Este hizo sonar la bocina. Elsa le hizo un ademán al camionero para que viera por el espejo retrovisor. Rápidamente entendió que la Ranger las estaban persiguiendo, o jugando con ellas. Habrá pensado que estaban jugando a las escondidas. Mejor. Si era así participaría del juego. Y lo hizo después de todo.

Cuando Elsa vio que la Ranger estaba a la altura de la cola del camión pegó un volantazo y puso al Pontiac sobre la banquina. Se acomodó a la par del camión y esperó que la Ranger estuviera a más de la mitad del largo del remolque. Lentamente desaceleró la marcha dejando que el remolque tapara al Pontiac. Para esto la Ranger estaba llegando a la altura del camión.

En eso Elsa hizo la maniobra que le había ganado la fama de corredora marcha atrás. Colocó la marcha atrás sin problemas y el Pontiac salió despedido en sentido inverso al camión que se alejaba y la Ranger que ya estaba lejos sin entender que había pasado. Un camino de tierra fue la vía de escape de Elsa y Andrea.

Pararon a la sombra de un árbol para abrazarse y besarse. Habían nacido de nuevo y ambas lo sabían. Ahora venía el turno de poner las cosas en su lugar. Antes de seguir Elsa se bajó del Pontiac y se tiró debajo de la carrocería. Apareció con algo en la mano. “¿Qué es eso?”, preguntó Andrea. “El rastreador satelital”, le dijo Elsa. Ella sabía donde estaba porque un día lo descubrió de casualidad cuando estaba preparando el Pontiac para las picadas.

Pero nunca quiso anularlo sabía que algún día le sería de utilidad. Ahora lo era. Dejaron el rastreador a la sombra del árbol y siguieron su camino por el sendero de tierra donde llegaron a un pueblito casi perdido. Ahora venía la revancha o mejor dicho poner las cosas en su lugar.

Llamó a Alberto desde un teléfono público en la estación de servicio. Parece que una estación de servicio siempre está presente entre estas dos mujeres. Le dijo que seguía viva. Además que acaba de subir a las redes sociales el video de la Ranger tratando de sacarlas del camino. El auto era conocido porque había sido visto en la asunción de las nuevas autoridades gubernamentales. Como era convertible Alberto lo había prestado.

También sabían que el auto era de la esposa de Alberto el funcionario del nuevo gobierno que venía de una multinacional. También sabían que Elsa era la esposa de Alberto. Lo que no sabían los seguidores de las redes sociales era que Elsa había presentado en sociedad a Andrea, su nueva pareja. Y a continuación el video con la persecución de los asesinos de la Ranger.

Rápidamente el video dio la vuelta al mundo, como sucede con estas cosas. Se viralizó como se dice. Elsa y Andrea están en algún lugar del país. Alberto no es más funcionario público y todavía está tratando de explicar a sus jefes de la multinacional que relación tiene con los dos hombres armados de la camioneta Ford Ranger. De esos tipos nada se sabe, parece que la tierra se los tragó.

Como terminé de tragar el último pedazo de la manzana rica, dulce y jugosa. Como esas dos mujeres, Elsa y Andrea, que seguramente estarán disfrutando de su amor en alguna parte. Tal vez solo sea que lo imaginé todo. Eso me pasa por dejar volar la imaginación con total libertad y sin ataduras. Como el amor de Elsa y Andrea arriba del Pontiac de color rojo pasión.

Mauricio Uldane

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