domingo, 13 de diciembre de 2015

Una tarde de diciembre

Aquella tarde de domingo estaba tomando unos mates en el fondo verde de mi casa cuando sonó el teléfono. Era mi amigo Pedro que me ofrecía que fuera a visitarlo ya que unos amigos del campo estaban de visita. Esos amigos querían conocer mi Peugeot 403. Se ha hecho famoso entre mis amigos, familiares y conocidos.



Claro, porque he llevado novias, chicas que cumplían 15 años y hasta una señora que celebraba sus primeros 80 años de vida. Pero lo que pasó esa tarde calurosa de diciembre nunca tuvo antecedente, y no sé, si lo tendrá. Todavía me cuesta recordar y porque ha pasado el suficiente tiempo para olvidar algunos detalles.

Pero es sentarme a recordar, como ahora lo estoy haciendo, para que toda la historia aparezca en su esplendor como si se tratara de una película en 3 D, esas que se estrenan en esos cines raros. Claro que el costo de la entrada no es caro, sino que es la vida misma.

El recuerdo arranca borroso cuando recibí el llamado de mi amigo Pedro. “¿Te parece que vaya ahora con el calor que hace?”, le respondí a mi amigo del otro lado de la línea telefónica. “Si venite con el Yeyo así mis amigos lo conocen en persona”, me dijo Pedro tratando de convencerme.

“Dale venite que voy a preparar un asado para todos y, claro, estás invitado”, me dijo con un énfasis que no pude resistir. Creo que cuando dijo la palabra “asado” el olor, la fragancia, de la carne asándose al calor de las brazas, sobre la parrilla, logró completar no solo con imágenes, sino un aroma irresistible, la motivación para salir de casa.

“Me convenciste. Voy para allá”, le dije a Pedro y una exclamación de júbilo se sintió del otro lado del receptor. El turro tenía el teléfono en “manos libres” y todos sus amigos estaban gritando como quinceañeras en plena fiesta. Y sé de qué les hablo.

Terminé el último mate y acomodé todo, porque volvería tarde. Muy tarde volvería esa noche de diciembre, pero no nos adelantemos a los acontecimientos y sigamos la línea cronológica. Vale la pena no perderse ningún detalle de la historia. Todo encaja cuando se conoce el final.

Antes de salir para la casa de Pedro me pegué un baño rápido, en parte para sacarme la transpiración de ese caluroso domingo de diciembre de un verano que se anticipaba en todo su esplendor. Pero en realidad era también para lograr que la tarde dejara de ser tan calurosa. Total con el largo de los días la luz llegaba con comodidad hasta las ocho de la noche.

Porque Pedro quería que sus amigos del campo vieran al Yeyo con luz de día. Una vez acicalado me dirigí al garaje donde descansa, los días de hábiles de la semana, mi querido Peugeot 403. El “cuatro tres”, como le digo, dormía con un cobertor ajeno al polvo, ralladuras y miradas indiscretas.

Claro que comparte el lugar con mi auto de todos los días. Esos de ahora que no pasarán a la memoria de nadie cuando ya no estén con nosotros. Nadie derramará una lágrima sobre su capot. Salvo cuando le cargan nafta en la estación de servicio, si el cuatro ruedas es muy tragón.

Le saqué el cobertor de color azul oscuro, como el color de su carrocería, y lo acomodé prolijamente en uno de los estantes del garaje. Una pasada con un plumero especial que tengo y una repasadita con la franela inefable para dejar en orden los detalles de acabado. Tenía que lucir hermoso a los ojos de los amigos de Pedro.

Me había hablado hasta el hartazgo de esos amigos rurales. También me había contado lo fanático que eran, esos amigos, por los autos clásicos como el “cuatro tres”. Claro que Pedro les había dejado en claro: “el Yeyo de mi amigo no se vende”. Abrí la puerta y lo puse en marcha. Mientras el motor se templaba un rato abrí el techo del “cuatro tres”.

Es como tener una ventana en el techo y es una de las cosas que más me gustan del Yeyo, como le dice Pedro. Pero no solo a mí me gusta su techo corredizo sino que a las mujeres que conozco, y de todas las edades, le enloquece eso de poder ver el cielo en vivo y en directo.

Se podría decir que el techo corredizo del “cuatro tres” es un arma de seducción. Reconozco que lo he usado más de una vez en provecho propio. Como dice el viejo refrán “en el amor y en la guerra todas las armas están permitidas”. Pensando todo eso es que abrí el techo de mi querido Peugeot.

Abrí el portón levadizo y salí a la calurosa tarde de ese domingo de diciembre. No tenía idea de lo que me sucedería camino a casa de Pedro. Todavía me cuestiono porque giré a la derecha en cambio de ir por la izquierda, que era el mejor camino, a mi humilde entender. Pero son cosas de decisiones tomadas y a veces, como en este caso, erróneas.

Partí de mi casa con la intención de llegar a la casa de mi amigo Pedro para que sus amigos del campo vieran el “cuatro tres”. Pero el destino, o lo que sea, a veces se interpone en el camino. La casa de Pedro no está tan cerca de mi hogar y para llegar rápido tenía que ir por la autopista. Pero como hacía calor decidí hacer el camino más largo a cambio de ir bajo la sombra de los árboles del viejo boulevard.

En la siguiente cuadra doblé a la derecha buscando más sombra y alargando un poco más el camino a la casa de Pedro. Lo sabía. Lo que no sabía era lo que sucedería unos minutos después que marcarían esa tarde de diciembre a fuego. Ya entenderán porque les digo esto.

Habré hecho tres o cuatro cuadras cuando una mujer negra me hace señas en medio de la calle. Al lado de ella un auto nuevo estaba destrozado contra otros autos estacionados en esa cuadra. Pensé que había chocado alguien más y necesitaban de ayuda. La negra tendría unos 40 años de edad y tenía un estado atlético envidiable.

Un paréntesis en esta historia: las mujeres negras me pueden. Son mi debilidad, debo confesarlo públicamente para que se entiendan los sucesos venideros. Ver a esa mujer negra agitando todo su cuerpo en medio de la calle fue algo coreográfico. Hasta algo de música soul comenzó a sonar en mi cabeza y hasta juraría que la que cantaba era Aretha Franklin. Pero con el correr de los meses las cosas se han desperfilado un poco.

Detengo la marcha del “cuatro tres” al lado de la negra para ver qué necesitaba y me dice: “me tenes que ayudar”. Pensé en contestarle “si mamita lo que quieras”, pero dado los tiempos que corren no me pareció adecuado.

“¿Qué necesitas?”, le dije con lo que me pareció adecuado para la ocasión. “Llevame en tu auto”, dijo directamente sin rodeos. Por un momento pensé “este es mi año”, pero enseguida me cuestioné el hecho de subir a una desconocida de copiloto, y no porque fuera negra. Porque la verdad como dice Héctor Larrea “estaba más buena que comer pollo con la mano”.

“Subí”, le dije sin pensarlo más. En la cara de la negra se veía preocupación y no era cuestión de preguntarle si tenía los papeles al día o había traído la orina de la mañana. Se subió de inmediato y me gritó, “arrancá enseguida que hay poco tiempo”. “Poco tiempo para ¿qué?”, le pregunté con una cara que la movió a decir que ya me iba a enterar.

No tardé mucho en enterarme se los aseguro. “Mi nombre es Néstor”, le dije a modo de saludo. “Me llamo Blanca”, me dijo y enseguida agregó “no es un chiste, es mi nombre real”. “Me imagino que tus padres tienen un gran sentido del humor”, le dije. Ahí fue que me contó que todos sus hermanos tenían nombre de colores. Por un momento pensé que estaba dentro de un capítulo de “El Capitán Escarlata”.

Y vaya que se parecía a un capítulo de la serie de marionetas lo que me pasó esa tarde junto a Blanca dentro del “cuatro tres” y al calor de un diciembre que recién arrancaba. Como si se tratara de un partido nuevo.

Noté que Blanca estaba bastante nerviosa, pero, todavía no sabía que carajo había pasado con el auto estrolado en la cuadra, que habíamos dejado atrás. El nerviosismo de Blanca se manifestaba con constantes miradas para atrás nuestro. “¿Qué estás mirando?”, le dije sin sacar los ojos de la calle arbolada por la que íbamos.

“Ya te vas a enterar. Mejor si no sabes mucho”, me respondió en un tono enigmático que no me tranquilizó para nada. De reojo miraba a Blanca y comencé a darme cuenta que su ropa no era para nada normal. Parecía estar enfundada en un uniforme o algo por el estilo.

Será alguna de estas nuevas cadenas de comidas rápidas. Mac Bizcocho o Planeta Pizza. ¡Eso parece una moza de Planeta Pizza! Debo confesarles que escribo guiones para historietas de ciencia ficción, pero esos guiones son inventados de cabo a rabo. Pero Blanca, ahora caía, parecía escapada de un cuadrito de historieta y dibujada por el mismísimo Horacio Altuna.

Una exuberancia de mujer. Como Pampita de “El Loco Chávez”. O mejor aún las chicas de la tira “El regreso de Osiris”. Claro era un chico entrando en la adolescencia y esas mujeres dibujadas producían un estallido de hormonas dentro de mis arterias y venas. Ahora parecía que tenía sentada de copiloto a uno de esos personajes y de color negro. De un negro profundo como para perderse para siempre…

“No bajes la velocidad”, casi que me suplicó Blanca. Noté en ese pedido un llamado de ayuda y no iba a ser descortés con la dama negra. Pise a fondo al “cuatro tres” exclamando: “discúlpame”. “¿Le hablas al auto?”, me preguntó Blanca. “Sí”, me salió del alma. “Ustedes son raros, muy raros”, me respondió Blanca.

¿Ustedes? Dijo ¿ustedes? ¿Por qué? Iba a preguntarle eso cuando veo por el espejo retrovisor una camioneta Dodge Ram que se acerca como si la llevara el demonio mismo. Me va a pasar por encima pensé. Estaba tratando de dejarle paso a ese monstruo rojo que venía detrás cuando veo que Blanca se da vuelta en el asiento.

Se pone de rodillas sobre el asiento y luego se para sacando medio cuerpo por el techo corredizo y con algo en la mano. Giré para ver lo que hacía y sus caderas, sus anchas caderas me nublaron la vista. Recuperé el control para darme cuenta que Blanca le estaba disparando a la camioneta roja. Pero el sonido del arma que tenía en la mano no era el de una pistola normal.

Por el espejo retrovisor comprobé que le estaba tirando con una especie de rayo láser. Les juro que solo había tomado mate en mi casa y no tengo la costumbre de consumir drogas pesadas. Lo cierto era que Blanca le estaba tirando lindo y parejo a la Dodge Ram. Pero sin acertarle de lleno porque el piloto esquivaba cada tiro de Blanca.

Hasta que se me ocurrió una idea. “Agarrate fuerte”, le grité a Blanca. Lo hizo automáticamente. Le pegué un volantazo al “cuatro tres” para cruzarlo a lo ancho de la calle y de esta forma bloquear el paso de la camioneta roja. Era una locura. Pero eso obligaría a los que nos perseguían a bajar la velocidad y Blanca, al estar quieto el auto, mejoraría su puntería.

Resulto espectacular y el siguiente disparo de Blanca le dio de lleno en la trompa de la Dodge Ram. El capot salió volando como en las películas y el motor explotó en una llamarada. Sin pensarlo metí marcha atrás y enderecé el auto. Lo castigué sin asco y el “cuatro tres” salió despedido hacia adelante dejando el lugar exacto para que chocara la camioneta con un camión estacionado a mitad de cuadra.

La explosión y el ruido de vidrios rotos más chapas dobladas deben haber despertado a todo el barrio en al menos 5 o 6 cuadras a la redonda. Cuando tomé conciencia estábamos a unas diez cuadras del choque y la explosión de la Ram.

Detuve la marcha del “cuarto tres” y mirando a los ojos, ¡qué ojos!, de Blanca le pregunté: “¿qué carajos fue todo eso allá atrás?”. “Es largo de explicar”, me respondió. “Tengo el resto del día”, le respondí a manera de provocación y le agregué, “además creo que te salvé el pellejo”. Ya estaba usando el léxico de los globos de las historietas que escribo. ¡Y vaya si tenía guión esa tarde de diciembre!

“Te cuento pero seguí andando. Puede haber más buscándome”, me dijo Blanca. Le hice caso y reanudé la marcha del “cuatro tres” pero de forma normal, para no llamar la atención y para no destruir el auto. La historia que me contaría todavía no la puedo creer y no sé si ahora ustedes la creerán. Pero es la pura verdad de lo que me pasó. Perdón, nos pasó. Porque las cosas no terminaron en esa persecución a lo Hollywood. No señor todavía quedaban más acontecimientos para esa tarde.

“¿Por dónde empiezo?”, se dijo Blanca. “Por el principio. Como cuando le contás una historia a un chico”, le dije. Me miró con una cara que me hubiera gustado fotografiar para tenerla de por vida. Pero no tenía cámara a mano, pero sí la memoria visual y ahora la recuerdo con toda nitidez.

La cara de Blanca en parte era de compasión y en parte de resignación. Y un gesto me hizo comprender que me contaría toda la historia aunque no la creyera. Y así lo hizo. Y comenzó por el principio con el consabido “había una vez…”

Todo había comenzado en otro planeta, si en otro planeta. Y que no era de nuestro sistema solar, ni de nuestra galaxia. Pero aunque les parezca mentira hablaba como nosotros y era como nosotros. Y vaya ¡qué cuerpo tenía! Tampoco eran 40 sus años sino 400. Si lo que oyeron. Lo cierto que su pueblo estaba buscando un planeta que habitar. El de ellos: Esplendor se estaba muriendo. Lentamente su núcleo se fue apagando y la vida comenzó a declinar.

Ella, Blanca, era de un grupo de exploradores en busca de planetas que habitar. No para conquistar sino para encontrar la forma de mezclarse con los habitantes de ese planeta y poder perpetuar su especie hasta lograr hallar un mejor lugar en el universo.

Pero como siempre están los malos, igual que en las películas, que querían apoderarse de Blanca y sus adelantos tecnológicos. Yo solo me conformaba con quedarme al lado de ella para el resto de mi corta vida. Pero no todos pensamos igual.

Blanca estaba viajando a un punto donde una nave la rescataría para llevarla a otro destino. En realidad su trabajo de incógnito había terminado en la Tierra y debía reportar su investigación de campo. Blanca no solo era un soldado sino que era antropóloga o algo parecido.

Cuando me contó toda la historia le pregunté porqué había confiado en mí. Y su respuesta me conmovió: “porque tenés un auto clásico”. No podía comprender cómo era que nos entendía tan bien siendo que venía del cielo más allá de lo inimaginable.

La respuesta fue que hacía décadas que estaba estudiando a los habitantes de este planeta y conocía muy bien cómo pensábamos y cómo actuábamos. Blanca se había dedicado a estudiar el comportamiento de los argentinos con sus autos. Está demás decir que nos conocía al dedillo.

“Además me gusta mucho tu 403”, me dijo con una sonrisa que terminó de convencerme que esta mujer sabía mucho más de nosotros que nosotros mismos. “Ahora me tenes que llevar al punto de encuentro donde me vendrán a buscar mis compañeros”, me dijo muy seria Blanca.

Al rato, y luego de la historia de Blanca, ya teníamos nuevos perseguidores. Esta vez eran tres autos los que nos perseguían y no iba a ser tan fácil deshacernos de ellos. “Son tres autos que nos siguen”, me dijo Blanca al darse vuelta y regalarme otra vez ese final de su espalda enfundado en su uniforme intergaláctico. Digo por ponerle un nombre.

“Solo con tu arma no podemos detener a nuestros amiguitos”, le dije. Blanca me miró con un signo de interrogación en su bella cara. “¿Sabes usar una de estas pistolas?”, me preguntó. “No, pero puedo aprender, no creo que sea tan difícil de usar”, le respondí.

No claro que no era difícil de usar. El tema era acostumbrarse a su uso totalmente diferente a un arma terrestre. Pero todo se aprende con la experiencia. O al menos eso intenté.

Detuvimos el “cuatro tres” y buscamos un lugar seguro en donde enfrentarnos con los tres autos con sus perseguidores dentro. Aprovechamos una curva de la ruta con una lomada que nos ofrecía una excelente visión y puesto de ataque a nuestros perseguidores.

Blanca sacó de su bolso otra arma más pesada que la que ella había usado y me pasó su pistola que había puesto fuera de combate a la Dodge Ram. La verdad que pensé que pesaba menos. Al tanteo creo que pesaba como una Mágnum 44, alrededor de un kilo y medio.

No quiero pensar lo que pesaba ese pequeño fusil que Blanca había sacado de su bolso. Pero no era momento para tantear armas de combate de otro planeta sino de usarlas para salvar nuestro pellejo. Porque nuestros perseguidores no nos buscaban para charlar un ratito. Querían exterminarnos como a cucarachas.

Blanca me enseñó el uso de esa pistola con rayo láser, como en las películas de ciencia ficción, y la verdad me sentí como un chico. Aunque la situación no era para alegrarse sino para salvar la vida. El gatillo era sumamente sensible y me costó algo acostumbrarme. Casi no ofrecía resistencia.

Ya no había tiempo y dos, de los tres autos, ya estaba entrando en la curva. No lo pensamos dos veces y comenzamos a disparar. Mi primer tiro dio de lleno en una Toyota Hilux blanca que la dejó inutilizada por tener la trompa destrozada. La otra camioneta era una Ford Ranger gris y la tercera camioneta una Chevrolet S10 verde. Parece que a nuestros enemigos les gustaban los vehículos grandes, pesados y todo terreno.

Sin esperar los pasajeros, cuatro en total, se bajaron de la Toyota y nos arrojaron una lluvia de balas. Le respondimos el fuego con todo. Dos de ellos cayeron, no sé si muertos, pero no se levantaron más. Uno lo bajó Blanca, el otro cayó por mi disparo. Seguimos y terminamos con la dotación de la Toyota. Pero ya estaban llegando las otras dos camionetas y fue llegar y abrir fuego sin más trámite.

De a poco fuimos neutralizando a nuestros perseguidores. En realidad fui yo. Les destruimos las tres camionetas. Si alguien salía vivo no podría seguirnos en esos vehículos. Blanca no podía creer la puntería que tenía. Ella no se quedaba atrás y disparo que efectuaba era alguien que quedaba en el piso.

Cuando nos aseguramos que todos estaban, o muertos, o heridos, sin poder perseguirnos emprendimos nuestra fuga del lugar. El “cuatro tres” salió arando de la banquina y disparado por la ruta desolada en un domingo de diciembre bajo un sol abrazador.

“¿A dónde aprendiste a disparar de esa forma?”, me preguntó sumamente extrañada Blanca. “Con el Space Invaders”, le respondí con tranquilidad. “¿El video juego?”, me preguntó azorada. “Sí. Lo jugaba de chico y era imbatible. Hasta participé de un campeonato nacional que gané”, le dije con orgullo. “Esa puntería nos salvó la vida. Yo sola no tenía la posibilidad de neutralizar a todos los tipos de las camionetas”, me dijo Blanca con una voz que determinaba que habíamos pasado por un momento crítico.

El pie estaba a fondo y el “cuatro tres” volaba por la ruta que era un horno de cemento. Pero los dos estábamos contentos por haber salvado el pellejo. Viajamos muchos kilómetros y la tarde comenzaba a declinar. En una curva Blanca me indicó que teníamos que tomar un camino de tierra. En su mano tenía un aparato parecido a un GPS, de nuestro planeta, que le estaba indicando la señal de arribo de la nave con sus compañeros al rescate.

“Tenemos que seguir por el camino de tierra unos 5 kilómetros”, me dijo Blanca. “Ahí está por descender la nave que me llevará a mi planeta”, acotó. A esta altura de la tarde de ese domingo de diciembre nada me parecía raro, ni ya me asombraba. Había disparado a unas personas que no conocía. Seguro que a algunos de ellos los había matado. Era mi vida o la de ellos. Había destruido tres camionetas de alta gama y había hecho de chofer de una alienígena negra que estaba más buena que el dulce de leche a cucharadas. ¿Qué me podía asombrar esa tarde, casi de noche?

Nada, y que me dijera que una nave de otro mundo estaba por descender en nuestro planeta a menos de cinco kilómetros de distancia, ya no me parecía extraño. Llegamos al punto de descenso antes que la nave de Blanca aterrizara. La llegada desde el cielo no tuvo nada que enviarle a los efectos especiales de un tanque de Hollywood. Todo eso que vimos en cientos de películas fue igual y mucho más real. O al menos eso me pareció en ese momento al lado de Blanca.

La nave se acercó hasta una altura del suelo, como unos 5 metros, y quedó suspendida en el aire, se abrió una especie de escotilla en la parte inferior y un haz de luz, como si fuera un tubo, salió de ahí. En segundos una persona, un hombre con un uniforme similar al de Blanca, descendió desde la nave al suelo.

Atravesó el haz de luz y pude comprobar que también era negro. “¿Son todos de color negro en tu planeta”?, le pregunté a Blanca. “Sí, somos un planeta de gente negra. No es como en la Tierra”, me dijo con una sonrisa de oreja a oreja. El hombre se acercó a Blanca y le hizo un saludo como si se tratara de un superior.

Lo era. Blanca era la comandante de la flota que había venido de incógnito a la Tierra. Pero parece que algunos se enteraron de su presencia en la Tierra y por eso la persecución de la tarde en el “cuatro tres”. “Así que toda la tarde estuve en compañía de la comandante Blanca y nunca me lo dijiste”, le dije a ella.

“No era necesario que lo supieras en ese momento. Ahora lo sabes y sé que puedo confiar en vos. Nosotros confiamos en las personas que tienen respeto por la historia, y por ejemplo, cuidan de los viejos autos que supieron conseguir”, me dijo. “Eso me suena conocido”, le respondí. “Sí. Es el lema de una página dedicada a los autos del pasado. Deberías conocerla”, me respondió.

Acto seguido se metió la mano en uno de los bolsillos de su ajustado uniforme y me dio un aparato. “Esto funciona como los teléfonos celulares de la Tierra. Nada más que tiene un alcance interestelar. Cuando quieras hablar conmigo o necesites de mi ayuda. Llamame”, me dijo. También me dijo que no necesitaba cargar su batería que se recargaba con cualquier fuente de luz, natural o artificial.

Después se acercó y me dio un sonoro beso en la mejilla izquierda. Ahí noté algo desapercibido en toda la tarde. La suavidad de su piel y el aroma que emanaba de ella. Ambas sensaciones eran, y son, adorables. Le respondí el beso y no se negó.

Le contó a su subordinado que le había salvado la vida y que era una persona de confiar para el futuro. Me dijo algo así como que sería un embajador de su planeta Esplendor en la Tierra. Por eso también me dejo el intercomunicador interestelar que llamó “estarfon”. Como comprenderán ya nada me asombraba a esa altura de la casi nochecita. Los acontecimientos del día habían superado mi capacidad de asombro, al menos por un mes.

Ambos entraron en el tubo de luz y ascendieron a la nave que en unos segundos más se perdió en el cielo con la comandante Blanca para siempre. O no tanto. Me dirigí a mi viejo “cuatro tres” y antes de ponerlo en marcha le dije, “¡qué tardecita que tuvimos hoy! Hice girar la llave de contacto y me encaminé para la casa de mi amigo Pedro.

En el viaje decidí no contarle nada de esto, que ahora les narré. Total ¿quién me iba a creer una sola palabra? Opté por decirles que me había quedado dormido y cuando me desperté ya era casi de noche. Al asado llegué tarde, como era de esperar, y solo quedaba algo en la parrilla, que por suerte estaba calentito.

Mientras comía un chorizo y un pedazo de asado no me podía olvidar de la tarde pasada con Blanca arriba del “cuatro tres”. A veces pienso que nada de eso pasó y que me quedé realmente dormido en la siesta dominical de un diciembre caluroso.

Eso fue durante mucho tiempo. Me creí el cuento que les conté a Pedro y sus amigos del campo. Toda una enorme fantasía producto de alguna indigestión de un mediodía dominical de diciembre. Claro, hasta que una noche sonó el “estarfon”, que me había olvidado arriba de la mesita de luz. ¿A qué no saben quién era del otro lado?

Mauricio Uldane

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