domingo, 7 de diciembre de 2014

Un Chivo azul

Mi relación con el Chevrolet Super del año 1969 comenzó hace más de 10 años. Lo rescaté de la ruina, casi total, y luego de más de 3 años logré que luciera como salido de fábrica. Estaba tan original, fue un intenso trabajo, que le agregué algún que otro toque para que no pareciera tan frío, sin vida. Porque esos autos que uno se encuentra en algunos encuentros son tan perfectos, tan lindos, tan originales, que parecen no tener vida.



Uno admira y reconoce el trabajo de rescate y restauración que le dedicó su dueño. Pero es como hacerlos tan perfectos, como recién salidos de la concesionaria, que les quita vida. Desearía un rayoncito, o una calcomanía, o algo que me dijera que el auto está vivo y no embalsamado.

Hasta a veces pienso que los trajeron en helicóptero, porque ni siquiera tienen la tierra, o polvo, que se puede acumular al circular por una ruta o camino, aunque sea sobre un tráiler. Lo interesante de tener un automóvil clásico es que uno pueda usarlo. Sin maltratarlo, claro, pero poder salir a dar una vuelta cada fin de semana. Cosa que muchos amantes de los fierros viejos hacen. Lo veo en la ciudad donde vivo, a unos pocos kilómetros de esa inmensa ciudad llamada Buenos Aires.

Conozco algunas personas que se cansaron de los nuevos autos de este siglo y cambiaron su cero kilómetro, con todas las ventajas que estos tienen, por un auto clásico. Sin levanta vidrios eléctricos, sin aire acondicionado y menos aún con dirección hidráulica. Y son inmensamente felices yendo todos los días a trabajar en su clásico. Muchos lo miran por detrás de sus vidrios polarizados con envidia. Ese clásico muchas veces cuesta como un cero kilómetro, pero la prestancia es infinitamente superior a manos, o ruedas en este caso, del veterano automóvil.

Esos autos recuperados del óxido y la destrucción son los que más admiro: sus dueños o dueñas, porque hay una legión de mujeres fierreras, que va en aumento, que usan sus autos, cuidándolos, pero los disfrutan. No entran en pánico por dos gotas de lluvia que moja sus parabrisas. Hace cosa de un año atrás en un encuentro de autos, con un día que amenazaba con llover desde media mañana, en un predio alejado de los centros urbanos escuché decir a uno de los dueños de los autos expuestos: “mi auto hace tres años que no conoce la lluvia”. Uno de mis amigos por lo bajo me dijo, “hoy la va a conocer”. Y así fue. Llovió para hacer dulce y guardar para tiempo de seca.

Pero este relato no es un tratado de cómo cuidar tu auto clásico sino contar un suceso que tiene que ver con automóviles de ese tipo y no me refiero a mi Chivo azul. Sino qué nos pasó a un amigo y a mí arriba de ese auto.

Todo comenzó una mañana de primavera esas que son fresquitas y luego se ponen cálidas sin fanatizarse. Un saquito de lana o chalequito alcanza para soportar el frío. Poco abrigo, pero del tipo ropa de cebolla, esa que nos vamos sacando por capas, sin llegar al striptease, se entiende.

Ese día de primavera me iba a encontrar con un amigo fierrero, que se encuentra en proceso de restauración de su auto, y no quería perderse la caravana y encuentro al que asistiría ese domingo. Como iba solo la compañía no me vendría nada mal. Y lo bueno que fue tener un amigo donde apoyarse en los sucesos que nos tocó vivir.

Arranqué el Chivo en el garaje de casa y esperé a que se templara un poco su ronroneante motor y salí rumbo al encuentro de mi amigo Lucas, tal su nombre. Quedamos que lo pasaría a buscar por su casa. Le tuve que insistir en eso, quería venir a mi casa. “Pero si para el punto de encuentro de la caravana paso por tu casa”, le dije. Eso lo convenció que hasta podría dormir unos minutos más ese domingo. Lucas es de trasnochar los sábados y le cuesta horrores levantarse temprano.

“Cuando tengas listo el Torino, cómo vas hacer para ir a los encuentros”, le pregunté. “Eso es otra cosa. Por el Toro me levanto a las 6 de mañana”, dijo Lucas. Para mis adentros pensé que no se iba a dormir si se queda de joda hasta tarde, o muy temprano, como las 6 de la mañana.

Ahí estaba Lucas preparado en la puerta de su casa mirando el reloj. Pero yo estaba llegando puntual. Solo era para molestarme. Hasta se había traído una heladerita y todo. Por suerte el baúl del Chivo es amplio para meter bártulos de todo tipo. Heladera portátil, mesa de camping, sillas y reposeras entran con suma comodidad.

Recuerdo que mi viejo tuvo un 400 al que le metió en el baúl una puerta completa de un Fiat 600, que estaba reparando. Me quieren decir en que auto nuevo se puede hacer esto, sin irnos a automóviles de altísima gama y altísimo precio. Pero no es tema nuestro discutir si los baúles de los nuevos autos que nos supieron conseguir son amplios o no. El tema nuestro es los raros sucesos que vivimos ese domingo de primavera.

Luego de los saludos y las chanzas de Lucas arrancamos hacia el punto de reunión donde nos concentraríamos los automóviles antiguos y clásicos que partiríamos en caravana y el posterior encuentro con la muestra estática en un predio parquizado, que por suerte estaba plagado de árboles. Sabía que el lugar era bueno, por eso era que invité a Lucas. No soporta estar mucho tiempo al sol. Necesita la sombra de un viejo y querido árbol. Como los autos clásicos.

Una interesante cantidad de autos se comenzaron a sumar alrededor de la plaza que era el punto de salida de la caravana. Autos de todas las épocas se comenzaron a dar cita. Hasta aparecieron motos antiguas y clásicas, una verdadera belleza. La gente que paseaba a sus perros o los que caminaban por el lugar se acercaron  a los autos estacionados como moscas a la miel.

Lo de siempre: fotos con el celular y exclamaciones ante cada nuevo descubrimiento de un auto antiguo o clásico. Luego empiezan a aparecer los gustos personales, pero eso cuando se disipa la sorpresa de encontrarse en un lugar habitual con semejante espectáculo matutino.

Luego de unos 40 minutos avisaron que en unos 5 minutos más partiríamos en caravana. Por delante iría un patrullero municipal abriendo el camino de los casi 100 autos y motos que se habían sumado. “Vamos a hacer un lindo despelote”, le dije a Lucas que era debutante en esto de las caravanas de autos clásicos. La verdad que estaba contento como chico con juguete nuevo. No paraba de sacar fotos de todas las formas posibles.

“Vas a acabar la batería de la cámara antes que lleguemos al predio”, le dije. “Traje otra batería de repuesto”, fue su respuesta. Así que pensé que no solo serían fotos sino que también tomaría más de un video para luego subirlo a su muro en Facebook. Cosas de la modernidad y de los más jóvenes, como Lucas. Que en realidad es hijo de un amigo, pero a esta altura del partido es un amigo más aunque le lleve más de 30 años de edad.

Nos aprestamos a partir. Todos los autos y motos pusieron sus motores en marcha y arrancó la caravana. Lentamente los vehículos fuimos dejando la plaza para adentrarnos en las diferentes calles de la ciudad. En ese preciso instante Lucas comenzó con su filmación. Creo que estaba esperando ese momento desde el día que lo invité a la caravana y posterior encuentro. Lo que no esperaba es lo que sucedió más tarde.

Delante nuestro iba un Ford Falcon modelo 1965 de color rojo que estaba impecable. A esta altura del relato debo confesarles que no tengo fanatismo de marcas. Así que me da lo mismo estar arriba de un Chevrolet como de un Ford. Pienso que es una estupidez soberana ese tipo de fanatismo. Como siempre digo con un fanático no se puede ni dialogar, ni razonar. Y eso se aplica a cualquier orden de la vida.

Esta aclaración la hago porque con Lucas habíamos estado admirando el Falcon y el dedicado trabajo de restauración que le habían realizado al auto. Hablé con su dueño y lo felicité por el trabajo que había hecho. Se sorprendió un poco que se lo dijera el dueño de un Chivo azul. Pero se sintió halagado por el cumplido merecido.

Lucas comenzó a filmar al Falcon que iba por delante y giró la cámara y enfocó a los autos que nos seguían. También hizo un paneo por la gente que en las veredas saludaba el paso de los autos y las motos. Para mí, que ya tengo alguna experiencia en las caravanas, es un clásico la reacción del público. Por eso siempre recomiendo con énfasis que este tipo de actividad debe contar con el apoyo de las autoridades municipales para su realización. Todos, o casi todos, se ponen contentos ante el paso de los autos.

Como un chico se puso a ver lo que había filmado con su cámara de alta definición. “¡No puede ser!”, exclamó casi en un grito. “¿Qué es lo que no puede ser?”, pregunté con algunos años más de vida. Justo se produjo una parada y me pasó la cámara para que lo viera con mis propios ojos. En el Ford Falcon rojo aparecían dos personas sentadas en el asiento trasero. Pero el dueño del Falcon estaba solo. Lo estábamos viendo ahora mismo detenido delante de nosotros.

Un escalofrío recorrió mi espalda, aunque la mañana comenzaba a entibiarse notablemente. Qué carajo había pasado. Porque los dos pasajeros traseros no existían. De eso estábamos segurísimos. Teníamos el auto delante de nuestras narices. “Prepará la cámara para filmar”, le dije a Lucas. “¿Qué vas hacer?”, me preguntó. Le dije mi sencillo plan. Cuando arrancáramos de nuevo me pondría a la par del Ford Falcon rojo, del lado derecho.

Lucas entendió mi maniobra. Lo hicimos y al ponernos al lado del Falcon le toqué bocina y su dueño agitó su mano. Mientras tanto Lucas no se perdía detalle con su cámara. “¿Los ves en la pantalla?”, pregunté. Temía la respuesta de Lucas. Un no rotundo retumbó en mi cabeza. Imaginaba que las personas estarían en el video. Lo que no esperaba era que fueran más.

Así fue. En otra parada vimos los dos que en el Falcon iban más personas parecían tres adultos más un pequeño que apenas se asomaba. Un nuevo frío recorrió mi espalda y llegó a mis manos. Nuestro silencio por el resto de la caravana fue sepulcral. Qué eran esos pasajeros invisibles para nuestros ojos, pero no para la cámara. Muertos. Eso era seguro. Pero qué hacían en nuestra caravana.

Lucas seguía impresionado por esos seres que había visto en el Falcon rojo. Tomó la cámara, que había dejado abandonada, y disparó varias veces, a través del parabrisas hacia adelante. “No aparecen en las fotos”, dijo en tono pensativo. Era verdad los acompañantes del más allá no se veían en las fotos de la cámara, solo aparecían en los videos. Cosa de mandinga o de otro lado.

Llegamos al predio parquizado y el lugar era tan espectacular que nos hizo olvidar de los espectros del Falcon rojo. Como íbamos por nuestra cuenta sin pertenecer a ningún club adivinen a dónde nos ubicaron, exacto al lado del Falcon rojo.

Lucas estaba como paralizado cuando se dio cuenta que el Falcon con su carga de seres etéreos sería nuestro compañero en el encuentro por todo el resto del día. “Vamos que tenemos que disfrutar del encuentro. Para eso vinimos”, le dije a modo de arenga para sacarlo del trance que parecía estar teniendo. Acató la orden y salió del Chivo. Siempre con la mirada clavada en el Falcon, ahora vecino.

“Parece que vamos a estar juntos en el encuentro”, comentó el dueño del Falcon rojo mientras se bajaba. Claro lo tendríamos de vecino, pero el tipo no parecía nada raro y encima era muy simpático. “Tengo una mesa de camping en el baúl. Claro si quieren compartirla conmigo. Total estoy solo”, nos dijo a Lucas y a mí. De reojo miré a Lucas que se puso pálido. “Está bien”, le contesté ante la mirada inquisitoria de Lucas.

Pensé que hablando con el tipo del Falcon, Marcos, así se llamaba, lograría indagar sobre sus fantasmales compañeros de ruta. Marcos era muy extrovertido así que me imaginé que no sería nada difícil escrudiñar un poco con cierto tacto.

“Nos vamos a recorrer un rato. ¿Vos te quedas?”, le dije como para ganarme la confianza de Marcos. “Vayan tranquilos que yo me quedo cuidando los autos”, me respondió. En la recorrida por el predio Lucas me preguntó porqué había aceptado compartir la mesa con él si nosotros habíamos traído la nuestra. “Quiero saber quiénes son los pasajeros del Falcon”, le contesté. Lucas me miró entre asombrado y asustado. Le dije que de última eran almas, espectros o fantasmas que estaban dentro del Falcon por algo.

Imaginaba que por un accidente o algo parecido. Por una situación traumática no resuelta o algo por el estilo. Pero era evidente que no querían molestar, solo viajaban con Marcos y este parecía contento y acompañado. Al menos eso me parecía a mí. Pero Lucas no lograba reponerse de la impresión de lo visto a través de las imágenes del video de la mañana durante la caravana.

Marcos resultó ser un tipo muy entrador y charlatán. Agradable y de buen trato. Destilaba algo de buena persona. Como con brillo especial. Y eso lo terminaría de confirmar en el transcurso del día durante ese encuentro en un parque hermoso y debajo de una refrescante sombra de los árboles que rodeaban el predio.

En un momento de la tarde, luego que almorzáramos los tres juntos, Lucas se había relajado y no estaba tan tenso como al principio. Ahí me dije que era la oportunidad de indagar un poco. Justo por los altoparlantes anunciaron que tocaría una banda de blues que le gustaba mucho a Lucas. “Andá más cerca del escenario. Yo me quedo con Marcos”, le dije. No lo dudó un instante y marchó a la carrera para donde comenzaba a tocar la banda.

Ese era el momento a solas para encarar a Marcos. Pero creo que Marcos leía la mente o era un tipo muy intuitivo. “Los vieron en el video. ¿No?”, me soltó sin anestesia. “¿A quienes?”, le respondí haciéndome el soberano boludo. “A mis acompañantes”, me contestó. Listo no tengo escapatoria, el tipo está al tanto de todo. Y era cierto sabía mucho más de lo que creía.

Marcos compró el Ford Falcon rojo en un estado lamentable. Había sido abandonado en una casa luego que casi toda una familia muriera en un accidente de tránsito en la vieja Ruta 2 camino a unas vacaciones en Mar del Plata en el año 1966. No tenía un año de uso y apenas unos 15.000 kilómetros recorridos cuando chocó de frente con un camión que circulaba de contramano. El chófer del camión estaba totalmente borracho en tal grado que su recorrido original era hacia Mar del Plata y no a Buenos Aires, como estaba circulando.

Una historia repetida en las rutas argentinas por décadas, pero en este caso con seres que habían quedado atrapados por algún motivo entre nosotros los seres vivos. El único que se salvó, vaya paradoja, fue el chófer. Un joven de 18 años que era el hijo mayor de la familia y que ese viaje a la Costa Atlántica era un primer viaje en ruta y el estreno de su registro de conductor. Todo terminó en tragedia y con él como único testigo vivo del accidente. La carga para ese joven fue demoledora.

Se pasó mucho tiempo en un estado catatónico culpándose de la muerte de toda su familia, pero él no era el culpable. A su padre, un piloto de competición experimentado le hubiera pasado lo mismo. El camionero iba tan borracho que chocó al Falcon rojo del lado del acompañante y lo hizo volcar dentro de la zanja. Los que no murieron por el impacto se ahogaron. Un verdadero siniestro que Marcos se encargó de rastrear y encontrar en los diarios de la época.

“Toda una familia muere en la Ruta 2”, fue el título catástrofe del diario Crónica. Marcos no puede determinar si este accidente no fue uno de los que le puso el mote de “Ruta de la Muerte” a la vieja Ruta 2, hoy devenida en autovía. El joven de 1966 se llamaba Jorge y fue a él al que le compró el Falcon rojo. El auto estaba a su nombre, su padre se lo había prometido para cuando tuviera su licencia de conductor. Era una familia muy acomodada.

Después de años de internaciones psiquiátricas y visitas al psicólogo, Jorge, logró reponerse del trágico accidente. Pero para eso había pasado unos 40 años y ya estábamos en el siglo XXI. Se decidió a vender esa chatarra que estaba en su casa y Marcos, que conocía el auto, porque vivía cerca lo compró para restaurarlo. Tardó más de cinco años para dejarlo impecable, casi como estaba antes del fatal accidente.

Un día le dijo a Jorge si se animaba a dar una vuelta en el Falcon. Jorge lo pensó un tiempo y un día lo llamó y le dijo que estaba listo. Marcos lo pasó a buscar y juntos salieron a dar una vuelta. Jorge lloró una parte del camino. Imagino lo que volvía a sentir un hombre de casi 60 años. En eso le preguntó a Marcos “¿puedo manejarlo?”. “Claro era tuyo como no lo vas a poder manejar”, le contestó.

Jorge se puso al volante y en forma temblorosa empuñó el volante. Era parte de un exorcismo, por decirlo de una forma. Era como volver a 1966 antes del choque. Lo hizo, manejó el Falcon y una alegría inmensa se le pintó en el rostro. Se había curado luego de 40 años de angustias, sufrimiento y largos tratamientos. Ahora está en pareja, cosa que no había podido realizar durante todos esos años, y tiene una vida feliz y normal. Hasta lo acompaña a Marcos en algunos encuentros. Hoy no había venido porque era el cumpleaños de Marta su pareja.

Mi duda era porqué la familia de Jorge se aparecía dentro del Falcon de Marcos. Se lo hice saber. “Me acompañan cuando estoy solo sin Jorge”, me respondió de la forma más natural. Para una situación de lo más sobrenatural. Me contó que la primera vez que vio a los familiares de Jorge fue cuando su novia le tomó un video desde otro automóvil cuando salía a dar una vuelta con algunos amigos.

No se dieron cuenta hasta que a la noche, de regreso en casa, vieron el video. Marcos pensó inmediatamente en la familia muerta en el choque, sabía del accidente desde hacia muchos años antes de comprarlo. Se lo contó a Jorge. Este no se impresionó, al contrario le dijo “te están cuidando. Se alegraron que me volvieras a la vida. Yo era un muerto de este lado.” Ahí le contó que más de una vez sus padres y hermanos se le habían aparecido diciendo que no era el culpable y que tenía que superar la situación. Pero a Jorge le llevó cuatro décadas hacerlo y en parte el artífice de eso era Marcos, que le compró el auto, luego de insistir por años. Esa venta produjo un quiebre que logró que Jorge se recuperara y tuviera un vida como la gente.

Así que ahora la familia de Jorge, los García, lo cuidan a Marcos. Y no es chiste. Un día el Falcon no arrancó. No hubo forma de ponerlo en marcha. Luego de una hora de intentar por todos los medios, y viendo que llegaba tarde a un encuentro en Lobos, puteó y giró la llave de contacto. Como si nada hubiera pasado por una hora el Ford Falcon rojo ronroneó como siempre.

Marcos no entendía que había pasado hasta que llegó a la Ruta 205 y se enteró del choque y vuelco de dos camiones justo a la hora que tendría que haber pasado él, con su novia, por ese lugar. Ahí se dio cuenta que estaba protegido, más si viajaba solo.

Había terminado de contarme la historia de su Falcon rojo cuando apareció Lucas eufórico por el recital de su amada banda de blues. Estábamos tomando gaseosa con Marcos y propuse un brindis por los García. “¿Quiénes son los García?”, preguntó inocentemente Lucas y añadió “¿son una banda?”. Reímos a carcajadas con Marcos. Ya habría tiempo de explicarle a Lucas quiénes eran los García.

Mauricio Uldane
Editor de Archivo de autos



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