domingo, 23 de agosto de 2015

Yeyo amarillo

La relación con el Yeyo comenzó cuando un día de esos me lo encontré detrás de la vidriera de una concesionaria. Fue amor a primera vista, no sería el único. No me cansaba de admirarlo cada mañana, tarde y noche que pasara por enfrente de la concesionaria. Claro que de a pie. Que les quede claro que por aquellos tiempos era un peatón más de esta enorme ciudad.



Me sentía como el chiquilín que miraba de afuera con la ñata contra el vidrio. Que en este caso no eran parroquianos de un bar sino un hermoso Yeyo amarillo. De un inmaculado color amarillo maíz que traía a mi memoria olores de campo y pastura. Como apreciarán estaba totalmente enamorado de ese auto. Era amor a primera vista, el primer amor a primera vista.

Cada vez que pasaba lo veía y cuando regresaba de noche del laburo me quedaba con la cara pegada al vidrio contemplando sus faros de iodo, sus llantas deportivas y hasta veía su palanca al piso, que solo había visto en revistas de la época. El amor crecía día a día. Y alguien se percató de esto.

Una tarde que regresaba de mi trabajo uno de los vendedores de la concesionaria estaba en la puerta. Como esperándome. Se puso a hablarme, ni bien me acerqué a él, y me terminó metiendo en la concesionaria como esos vendedores de ropa que solían existir en el barrio en donde vivo. Esos vendedores de ropa ya no están, ahora los reemplazaron otros que vinieron del Lejano Oriente, pero los vendedores de autos siguen con las mismas mañas.

El tipo se largó su discurso de venta como si le hubieran apretado un botón en alguna parte de su cuerpecito. Sí, cuerpecito porque el tipo era petiso, bien petiso. No paraba de hablar de las bondades del Yeyo y de no se qué planes de financiación. En una de esas le dije, “¿puedo sentarme?”. ¡Por supuesto!”, me dijo el vendedor abriendo de par en par la puerta del conductor.

Sin pensarlo dos veces ya estaba acomodado en la butaca de mando del Yeyo. Al acariciar ese volante con los rayos perforados fue hacer contacto con algo electrizante. Sentí al Yeyo. Y él me sintió a mí. Cuando pasaba de noche frente a la concesionaria creía que el Yeyo me hacía luces con sus faros delanteros. Al menos eso me parecía a mí.

Ahora al estar dentro de él sentía parte de esa energía y creo que el también me sentía. Me envolvía con su butaca, me hacía sentir como en casa. Sentía las vibraciones en la madera del volante, como de muchas revoluciones por minuto. Por un momento me pareció escuchar una voz que me decía “comprame”. Y eso no era nada fácil con el petiso al lado de mi oreja que no paraba de hablarme de bondades técnicas y facilidades en los pagos.

Con el correr de los años había ahorrado algún dinero, pero no era suficiente para darlo como anticipo para comprarme un cero kilómetro. “¿Cuál es el anticipo?”, dije lacónico al vendedor petiso. El tipo se calló por primera vez desde que entramos a la concesionaria. Lo cual era mucho decir. Había dado en el blanco.

Me dijo una cifra que era casi exacta con mis ahorros. “¿Y cómo se puede financiar el resto?”, fue mi segunda lacónica pregunta. Ahí quiero decirles que el petiso abrió los ojos como el dos de oro. “Lo tengo”, pensé para mis adentros. En realidad nos teníamos uno al otro. El había conseguido un cliente y yo un auto, el Yeyo.

Nos fuimos para la oficina para ver todo el papelerío. Quedé en volver al otro día, era sábado y no trabajaba. Ni bien abrieron la concesionaria ahí estaba con mis ahorros para dar el anticipo de mi Yeyo amarillo. El resto lo podría pagar en cómodas cuotas que saldrían de un trabajo de corretaje, que todavía no tenía.

Resulta que en mi empresa estaban buscando un corredor para las ventas por los alrededores de la ciudad y todavía no habían dado con la persona que tuviera movilidad propia. No todos tenían un auto hace tanto años atrás y menos un cero kilómetro como les ofrecería el lunes siguiente. Y así fue el martes tenía una nueva tarea dentro de la empresa: corredor de ventas. De paso dejaba de lado la odiosa oficina y toda su fauna.

Como el dueño me tenía confianza y sabía de mi responsabilidad para el trabajo no lo pensó mucho, más sabiendo que acababa de comprar mi Yeyo amarillo. Auto que me cambió la vida para siempre. Hubieran visto las caras de mis compañeros de laburo cuando el miércoles me aparecí con el Yeyo. Algunos se pisaron el labio inferior con los pies.

“¿Cómo lo vas a pagar?”, me dijo el gordo García. El siempre fue, es y será el amargo de la oficina. “Con trabajo”, fue mi lacónica respuesta. Y así fue que con el corretaje de la empresa, en menos tiempo del estipulado, pagué las cuotas del Yeyo amarillo y pasó a ser mío para siempre. Tan bien me había ido con la nueva tarea dentro de la empresa.

Desde que tuve el Yeyo mi prestigio entre las mujeres se acrecentó. Era difícil que no llegara un sábado a la noche y no tuviera compañía femenina para yirar por todos lados. Una cosa que las mataba era el techo corredizo. Nunca imaginé que con el techo corredizo del Yeyo lograra tanto levante entre las minas del barrio y sus aledaños.

El color las traía como moscas a la miel. Era la justa combinación entre el techo corredizo y el color de la carrocería. No porque fuera precisamente un Adonis. No señor, soy realista. No soy un galán con mi figura, pero dentro del Yeyo era imbatible. O al menos eso creía. Un poco el Yeyo se me había subido a la cabeza como le pasa a cualquiera que se cree ganador.

Me iba muy bien en el laburo, tenía un auto cero kilómetro y montones de mujeres a mis pies. Me creía un Dios hasta que pasó lo que tenía que pasar. Se me cruzó una mujer. ¡Y qué mujer! Pero no me quiero adelantar a los acontecimientos y se los narraré tal y cómo sucedieron aquellas tarde de verano en una ruta desolada a la hora de la siesta.

Porque cuando ocurrió mi encuentro con “esa mujer” la siesta era una institución que se respetaba a rajatabla en los alrededores de la ciudad. Nadie en su sano juicio osada deambular por ahí con esas temperaturas cálidas que hacían trepar los grados por muy encima de los 30. Casi como mi edad. Ya era un maduro cuando “esa mujer” se me cruzó en la ruta desierta. No lo olvidaré jamás.

Tenía el techo corrido, los cuatro vidrios bajos y las toberas de ventilación abiertas y el calor era insoportable. Lejos estaba el aire acondicionado. En la ruta, nadie. Solo yo con mi Yeyo amarillo rumbo a un cliente lejano al que pensaba llegar justo cuando estuviera abriendo su local. En eso la veo. Parada en la ruta junto a su auto. El capot levantado y ella que se asoma desde la trompa y me hace señas.

Verla me paralizó el corazón y eso que todavía estaba lejos, pero su figura se recortaba en su vestido liviano y dejaba ver una silueta para quitarme el aliento. Allí estaba con su vestido floreado y su presencia casi angelical. Como si hubiera descendido del mismísimo cielo. Creo que el calor de la tarde de verano me había hecho mal en la cabeza.

Pero la morocha no era un espejismo. Sobretodo cuando se inclinó y asomó por la ventanilla del acompañante para hablarme. Fue una marea de rulos negros que estaban bañados por un par de ojos tan azules como el inmenso mar. Por un momento me sentí arrullado por su perfume, su sonrisa y el tintineo de sus pulseras en la muñeca izquierda.

Su voz me sonó como el canto de los ángeles con tu tono medio, ni agudo, ni grave. Un tono exacto como para oír de por vida. Fue amor a primera vista, el segundo amor a primera vista. Y el mejor de todos. Aunque las cosas no siempre salen como a uno le gusta, o imagina.

Cuando logré conectar con la realidad me enteré que Mercedes, ese era su nombre, se había quedado sin nafta en su auto. Al parecer el medidor de combustible dejó de prestar sus buenos servicios y marcaba como medio tanque cuando en realidad estaba seco como lengua de loro. “No viene nafta al carburador”, me dijo la bella morocha. “¡Ah sabe de mecánica!”, me dije para mis adentros.

“¿No será la bomba de nafta?”, le respondí. Ahí me contestó que también lo había pensado y que la bomba funcionaba bien. Le había sacado la manguera al carburador y había probado que no venía nafta. Por un momento me pregunté cómo había hecho para darle arranque si estaba sola. Pero viéndola me imaginé que se las había arreglado de alguna forma para hacerlo.

Pero igualmente me acerqué al auto y realmente comprobé que no venía nafta. Entre los dos probamos nuevamente y nada no venía nafta del tanque. Medimos la nafta del tanque con una manguera que tenía en el baúl y salió seca. “Hay una estación de servicio como a unos diez kilómetros adelante. Te puedo alcanzar”, le dije. Se alegró mucho que la pudiera ayudar. Había comenzado mi relación con Mercedes.

“No tengo bidón”, dijo Mercedes. “No te preocupes en la estación de servicio tienen unas bolsas de plástico que carga cinco litros. Sino compramos un bidón de plástico”, le respondí. “¿Compramos?”, me preguntó con una sonrisa que hubiera descongelado el témpano con el que chocó el Titanic. Y eso que la película todavía no se estrenaba…

Con la sonrisa en sus labios se sentó a mi lado en el Yeyo. “¡Qué sensación!”, me dijo Mercedes al posar sus reales. ¡Y qué reales! “¿Qué sensación?”, le pregunté. “El asiento. Es como si me acariciara”, me respondió Mercedes con cara de sorpresa. Esa sensación había sentido la primera vez que me senté en el Yeyo cuando todavía no lo había comprado en la concesionaria.

Dentro de mí se me ocurrió pensar que el Yeyo la quería a Mercedes. O al menos le caía simpática. Entre chistoso y piola le dije, “es que el Yeyo siente”. “¿No será como en ‘Cupido Motorizado’?”, me preguntó con cara de asombro. “Al menos el Yeyo no se maneja solo”, le dije con una sonrisa ganadora. Se rió y emprendimos la marcha hacia la estación de servicio.

Charlamos durante los diez kilómetros que nos separaban de la nafta para su auto. Realmente Mercedes era una mujer encantadora. Simpática, chistosa, inteligente y bella, no, bellísima. Creo que era imposible no enamorarse de ella. Sus rulos negros, su sonrisa o sus ojos azules como el mar. ¿Les parece que me había metejoneado con esa morocha descomunal? Sí. Así era y ya lo sabía cuando llegamos a la estación de servicio.

Por supuesto que tenían las famosas bolsas bidón. Pero bidones de plástico no había. Los habían vendido todos durante el fin de semana largo. Así que le sugerí a Mercedes que comprara dos de 5 litros para no tener problemas con la falta de combustible. “Ahora tengo que ver quien me lleva a mi auto”, me dijo Mercedes. “Yo, quien más”, le contesté. “¿Pero no ibas para otro lugar?”, me preguntó con extrañeza en los ojos.

A lo que le respondí que era una dama en apuros y no la iba a abandonar en esa estación de servicio perdida en el medio del camino. Me sonrió y lo que quedaba del témpano del Titanic desapareció. Se acomodó nuevamente a mi lado y yo le entregué las dos bolsas con la nafta que las tendría que llevar sujetadas con las manos. Esas bolsas eran prácticas. Las podías tener en la guantera del auto. Pero una vez llenas no podías apoyarlas en ningún lado.

Estaban pensadas para ser transportadas en la mano. Hasta tenían los agujeros para que pasaras los dedos en uno de sus ángulos. Mi viejo tiene todavía una dando vuelta por la casa y han pasado más de cuarenta años. Ahora es imposible pensar en ese tipo de bidón de emergencia. Pero en aquellos años la salvaron a Mercedes en esa ruta desolada.

Volvimos al auto y le cargamos los diez litros de nafta. Costó algo ponerlo en marcha pero arrancó. “Andá adelante que te sigo”, le dije a Mercedes. “Pero, ¿no tenías que ver a un cliente?”, me preguntó. “Si, pero no hasta que me asegure que llenas el tanque de nafta”, le dije muy serio. Se rió nuevamente y ahora no había témpano de descongelar. El que hacía agua era yo.

La escolté, nuevamente, hasta la estación de servicio donde llenó el tanque de combustible. Eran años donde llenarlo no implicaba un crédito blando, ni había esos elementos de plástico de lindos colores. Solo había billetes que se sacaban de una billetera, fuera uno mujer u hombre. Las cosas cambian y la verdad que no sé si para bien.

Luego de cargar el tanque de nafta, Mercedes, no sabía cómo agradecerme mi atención en esa ruta perdida. “Si no te comprometo. Un café una tarde de estas no estaría mal como pago”, le dije con una sonrisa pícara. Se rió mucho nuevamente. A esta altura de la tarde era un chaquito. “No me compremetes en absoluto. Y será un placer compartir un café con vos. Llamame cuando quieras”, me dijo y me dio su tarjeta personal.

Era, perdón, es doctora. Mejor dicho gerontóloga. Ese tipo de médico que se dedica a los más viejitos. Ahora entendía el trato, la amabilidad y la paciencia para escuchar al otro. “Me va a venir muy bien”, le dije señalando la tarjeta. “¿Por qué?”, me preguntó muy intrigada. “Para cuando sea un viejito y necesite ayuda”, le respondí. Se rió mucho, pero mucho porque entendió en un segundo a dónde iba mi comentario. Mercedes tiene eso: entiende las cosas antes que cualquier ser humano sobre este planeta.

La despedí con la clara idea que la llamaría por teléfono ni bien pudiera acomodar mis horarios. Horario que se había ido al diablo para llegar a mi cliente. Al cual de todos modos llegué, aunque algo más tarde de lo previsto. Pero que cuernos importaba: había conocido a la mejor morocha del mundo, Mercedes.

A la semana exactamente la llamé para que me pagara mis gentiles servicios, y los del Yeyo, por supuesto. Ese pago convenido era un café. “Doctora la llamo porque tiene una deuda conmigo”, dije al teléfono. “¡Al final llamaste!”, me respondió Mercedes reconociéndome de inmediato. Esta mujer no dejaba de sorprenderme. Y todavía los identificadores de llamadas eran pura ciencia ficción.

“¿Me demoré mucho?”, pregunté tímidamente. “¡Claro!”, me dijo con una sonrisa que era inocultable del otro lado del teléfono. Arreglamos el lugar, que eligió Mercedes, como correspondía. El barcito era encantador ni bien llegué me enamoré del lugar. Mercedes me hacía señas desde adentro en una mesa junto a la ventana de la esquina.

“¿Encontraste bien el lugar?”, me preguntó con una amplia sonrisa. Esa, la que derrite témpano sin importar el tamaño. “Si. Es fácil llegar”, le respondí. “Para mí es como mi segundo hogar. Mi viejo me traía desde muy chica a tomar café con leche y medialunas”, me dijo con una cara de ensoñación. Temí preguntar por el padre. Pero inmediatamente Mercedes me dijo, “el domingo vinimos a almorzar los dos”.

Bueno al menos el viejo no está muerto, pensé. En ese momento se acercó el mozo y me preguntó que iba a tomar. Le dije que un café. “Porque no te pedís un café con leche con medialunas”, me dijo Mercedes. Le dije que bueno que estaba bien. Los dos encargamos lo mismo. El mozo al retirarse le dijo a Mercedes, “enseguida te los preparo Mecha”.

Me quedé helado por el trato familiar del mozo. Ante mi cara de sorpresa me dijo, “me conoce desde que tengo cinco años”. Nos reímos como dos chicos. Los demás parroquianos se dieron vuelta para mirarnos y pensar que estábamos locos. Sí, locos de amor, uno por el otro. Ese café con leche y medialunas fue el más rico de mi vida. Y el primero de los muchos que tomé, en ese barcito de la esquina, con Mercedes. Claro que afuera, estacionado junto a la vereda, estaba el Yeyo.

Fueron muchas visitas a ese barcito. Ahí conocí al padre de Mercedes. La madre había muerto cuando ella era chica y el padre hizo un poco de él y de madre. Un tipo macanudo que enseguida se enamoró del Yeyo y en parte de mí. Más cuando una tarde lo dejé manejarlo por el barrio. “Parece que la madera del volante vibrara”, me dijo cuando se sentó por primera vez. “Si. Este auto siente”, le dijo Mercedes desde el asiento de atrás.

Mercedes ya lo había manejado y había sentido lo mismo. El Yeyo los quería a los dos, en realidad a los tres. El Yeyo siempre nos sintió y nos trató como a iguales aunque nosotros tuviéramos al mando. Nunca quise soltar el volante por miedo a que se manejara solo. Tal vez un día me anime y lo haga mientras con Mercedes vamos sentados en el asiento trasero. Tal vez un día lo haga, perdón lo hagamos: ahora somos dos, o tres. Mercedes, el Yeyo y yo.

Mauricio Uldane

Pueden leer todos los relatos publicados en el blog de Archivo de autos en este enlace: http://archivodeautos.blogspot.com.ar/p/relatos.html

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